De San Juan a Lares: la recampesinización como estrategia agroecológica y socialista para Puerto Rico
En el contexto colonial, capitalista y dependiente de Puerto Rico, el desmantelamiento del sector agrícola ha sido uno de los pilares de la subordinación económica y política y de la fragmentación social. La transformación del modelo productivo en el archipiélago, iniciando con la llegada de las centrales azucareras a principios del siglo XX y luego con el cambio de orientación desde finales de los 1940 hacia la industrialización y la importación masiva de alimentos, no solo destruyó miles de fincas familiares y sistemas de autosuficiencia, sino que también desdibujó la figura del campesinado como sujeto sociopolítico. Ante esta realidad, cabe preguntarnos: ¿puede el campesinado ser hoy día un agente estratégico para la construcción de un modelo agroecológico con características socialistas? Y si ese campesinado tradicional está prácticamente desarticulado, ¿puede la clase trabajadora —más numerosa y activa— reconstituirlo desde abajo?
El regreso al campo como alternativa nacional
Hoy en Puerto Rico, no solo es posible, sino necesario rearticular el campesinado desde sectores de la clase trabajadora. No soy el primero en plantearlo; alrededor de Latinoamérica y África se habla de este proceso conocido como recampesinización. Aunque varía su aplicación de país en país, básicamente es cuando sectores del campesinado que habían adoptado un enfoque empresarial, y parte de la clase trabajadora que ha sido históricamente desplazada del campo, regresan a formas de producción agrícola de tipo campesino, es decir: producciones sustentables con cierta autonomía del mercado. No es casualidad que uno de los movimientos agrarios más grande del continente, el MST de Brasil, lleve por nombre Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra, y no Movimiento de Campesinos Sin Tierra. Ellxs asumen una conciencia de clase trabajadora porque reconocen que esa es la condición de la inmensa mayoría de la población, incluyendo las personas del campo, y que existe la necesidad de que parte de esa clase social regrese a la tierra a vivir y producir alimentos de forma colectiva.
Lo que intento hacer aquí es aplicar el concepto a nuestra realidad concreta, a las condiciones particulares del archipiélago. No como una vuelta nostálgica al pasado rural, sino como la creación de un nuevo sujeto político —popular, ecológico y anticapitalista— que combine saberes campesinos, organización proletaria y prácticas agroecológicas para hacer frente a las crisis sistémicas que enfrenta el país: crisis alimentaria, crisis ecológica, crisis económica, crisis política y crisis de sentido.
¿El campesinado o la clase trabajadora?
Quiero aclarar a qué me refiero con el campesinado para que no queden dudas. En términos sociológicos, el campesinado es una clase social compuesta por personas que se dedican principalmente a la agricultura en pequeña escala, frecuentemente en contextos rurales y con vínculos estrechos con la tierra, ya sea como propietarios, arrendatarios o trabajadores familiares. En el marxismo se percibe al campesinado como una clase intermedia entre la burguesía y el proletariado. Al ser poseedora de un medio de producción, puede tender hacia intereses burgueses o pequeñoburgueses, y cuando vive una situación precaria en relación con la tierra y/o en ocasiones vende su fuerza de trabajo por un salario, puede tender hacia intereses de clase trabajadora. Según Lenin, cuando analizó el campesinado en Rusia, se pueden observar tres sectores dentro del campesinado: Ixs ricxs, representadxs por Ixs capitalistas dueñxs de grandes extensiones de tierra y que viven del trabajo ajeno (en nuestro país eso incluye corporaciones extranjeras como las semilleras de transgénicos); Ixs medixs, que son representados por dueñxs o poseedorxs de fincas pequeñas o medianas que emplean gente en ocasiones para ciertas tareas de la producción (ya sean asalariadxs o voluntarixs como es el caso de muchas fincas agroecológicas en nuestro país); y Ixs pobres, que tienen una relación precaria con la tierra en términos de tenencia, tienden a organizar el trabajo de forma familiar, y muchas veces venden su fuerza de trabajo parte del tiempo para satisfacer sus necesidades. En el capitalismo estas diferencias se polarizan y Ixs campesinxs medixs tienden a desaparecer, unxs pocas se consolidan como grandes capitalistas agrarios y la mayoría se proletariza convirtiéndose en trabajadorxs rurales o urbanxs.
Hay que hacer la salvedad: el hecho de que una persona viva en el campo, o siembre en su tiempo libre, no lo hace campesinx; tiene que ver más con su relación con los medios de producción y cómo se gana su subsistencia. Si vende su fuerza de trabajo por un salario para subsistir, es de clase trabajadora. Por otro lado, si vive mayormente de la actividad agrícola de forma autónoma, es campesinx. En nuestro país, la inmensa mayoría de las personas del campo y de la ciudad somos de clase trabajadora. Eso es un hecho innegable. Aclarado esto, continúo.
Brevísima historia del campesinado
La historia del campesinado en Puerto Rico está intrínsecamente ligada a la historia de la colonización y la lucha por la tierra en el país. Durante siglos, la figura del jíbaro encarnó una forma de vida autónoma y resiliente, basada en el cultivo de subsistencia, el mercado interno y una relación íntima con el territorio. Sin embargo, con la llegada del siglo XX y la consolidación del capitalismo agrario bajo el dominio gringo, ese campesinado fue poco a poco expropiado y desplazado, convirtiéndose en proletariado rural.
Luego, programas como la Operación Manos a la Obra, impulsados desde la década de 1940, promovieron la industrialización y la urbanización por encima de la agricultura. Millones de cuerdas de tierra fueron abandonadas o convertidas en terrenos urbanos e industriales, y cientos de miles de campesinxs y trabajadorxs agrícolas fueron desplazados a los centros urbanos o a Estados Unidos como mano de obra barata. El campo se vació (según el Censo del 2020, solo el 8.1% de la población del archipiélago -unas 266,966 personas- vive en la ruralía) y se urbanizó y, con él, el campesinado perdió importancia económica, política y cultural.
¿Cuántxs faltan?
En la actualidad, menos del 1% de la población se dedica a la agricultura (según la Encuesta de Grupo Trabajador de 2024 del Departamento del Trabajo y Recursos Humanos, apenas 16,000 personas se dedican oficialmente a la agricultura). El campesinado tradicional, si bien sigue existiendo en algunas regiones, es ínfimo en términos poblacionales, envejecido y poco articulado políticamente. Esto no significa que esté restándole importancia al campesinado existente, definitivamente es un referente de resistencia a todo un modelo económico y social que lo considera descartable. Además, es custodio de saberes agrícolas y culturales altamente valiosos para cualquier desarrollo agroecológico. Lo que sí estoy tratando de plantear es la necesidad, dado nuestro contexto particular, de partir de sectores de la clase trabajadora para conseguir las personas necesarias para poder lograr un desarrollo agroecológico en el país.
La Junta de Planificación estima que hay 634,000 cuerdas agrícolas. Suponiendo que una persona trabaje tres cuerdas (lo cual puede variar de acuerdo a la actividad agrícola que se lleve a cabo y las tecnologías que se utilicen en el proceso productivo), necesitaríamos alrededor de 200,000 personas para poner a producir las cuerdas agrícolas disponibles. Tomando en cuenta que parte de la tierra se trabaje de forma mecanizada, se utilice para la producción animal, la elaboración de abonos orgánicos y vivienda, el número se reduciría, pero rondaría por ahí. Ese número, que representa una sexta parte de la fuerza trabajadora actual en el país, no son cuatro gatos. Tendríamos que ver cuánto campesinado realmente existe para tener una idea de cuántxs trabajadorxs hacen falta para producir lo que el país necesita; pero viendo las estadísticas disponibles podemos asumir que somos muchxs.
Hacia una agroecología socialista
La agroecología ha ganado fuerza en las últimas décadas como respuesta al colapso del modelo agrícola industrial y del capitalismo colonial en general. No se trata únicamente de una técnica para sembrar sin agroquímicos; es, sobre todo, una propuesta política y cultural que recupera saberes ancestrales, transforma los modos de producción, promueve la soberanía alimentaria y defiende la vida comunitaria frente al extractivismo y la privatización. Desde una perspectiva socialista, la agroecología apunta a socializar y democratizar los medios de producción, garantizar el derecho colectivo a la tierra y generar formas de organización económica y social democráticas y equitativas. Se distancia tanto del agronegocio capitalista como del asistencialismo privado ONGista, proponiendo una vía diferente y radical: la autogestión popular y el poder desde abajo. Esto, por supuesto, no cancela el rol del Estado en el desarrollo agrícola nacional, sino que pone los recursos y las decisiones bajo control de Ixs productorxs organizadxs.
Pero para que esta visión se concrete, se necesita un sujeto colectivo capaz de sostenerla. Y ahí surge el problema: si el campesinado tradicional está desarticulado, ¿quién puede ocupar ese lugar estratégico?
“Nuevo” sujeto agrario
Contrario a lo que muchas veces se asume, el campesinado y la clase trabajadora no son entidades opuestas. De hecho, históricamente, la clase trabajadora surge del campesinado desplazado por el proceso de acumulación originaria del capital, y Puerto Rico no es la excepción. Eso fue lo que sucedió cuando se instauró la industria azucarera de las centrales gringas.
En contextos como el nuestro, donde millones de personas han sido expulsadas del campo y precarizadas en los centros urbanos, y donde quienes han permanecido han tenido que recurrir a vender su fuerza de trabajo para subsistir, lo que existe es una clase trabajadora con raíces agrícolas, conocimientos fragmentados y un potencial enorme de reapropiación productiva. Es muy común que entre trabajadorxs tengamos algún abuelx, bisabuelx, o ancestrx conocidx que estaba vinculadx de alguna forma con la producción agrícola, demostrando el origen campesino de la clase trabajadora puertorriqueña. Con el paso de los años, la gran mayoría de esa masa campesina terminó pasando a otra clase social: el proletariado.
Actualmente la clase trabajadora en el país es altamente heterogénea y dispersa. Ya no se trata solo del obrero manufacturero o empleadx gubernamental que trabaja de 8-5, lunes a viernes, con miles de compañerxs en un mismo centro de trabajo. Según estadísticas del Departamento del Trabajo y Recursos Humanos, en enero de 2025 se estimó que los cinco sectores que más empleaban eran el de comercio, transportación y utilidades (190,600), administración pública (177,800), servicios de educación y salud (125,800), hoteles y restaurantes (92,300) y manufactura (83,400). A vuelo de pájaro, podemos ver que los sectores de servicios son el principal empleador del país. Estos trabajos se caracterizan por ser altamente precarios, muchas veces con contratos a tiempo parcial, sin beneficios marginales, horarios rotativos y una paga malísima. Por otro lado, según el Banco de Desarrollo Económico, para febrero de 2024 había 2,730,000 personas aptas para trabajar. De esa cantidad solo 1,146,000 estaban empleadas para esa fecha lo que representa un 42% de participación laboral en la economía formal. Sin contar a personas que hacen trabajo doméstico, estudian, o no quieren o pueden trabajar por alguna razón, como quiera nos enfrentamos a una gran masa desocupada o subempleada, viviendo en la precariedad, que pueden encontrar una salida en el desarrollo agroecológico que estoy planteando. Entiendo que debemos enfocarnos en esos sectores de la clase trabajadora para encontrar el sujeto social ideal para la recampesinización. Un sujeto que por sus condiciones materiales pueda ver en la producción agroecológica un camino de dignificación y desarrollo de su vida. Este sujeto del que hablo —trabajadxr precarizadx y desempleadx— puede convertirse en un nuevo campesinado popular si accede a la tierra y los recursos necesarios, a la formación agroecológica y a una comunidad de resistencia que le sustente en el proceso. No se trata de volver al pasado, sino de construir una nueva ruralidad desde sectores de la clase trabajadora, combinando trabajo agrícola, conciencia política y organización colectiva.
Y no hablo en el vacío: cada año podemos ver como cientos de personas se acercan a la agroecología de diversas maneras, mostrando un interés genuino en la producción agrícola. Ahora, que se enfrenten a la falta de accesibilidad a tierras y recursos que les impida materializar ese interés en algún proyecto agroecológico, y que el movimiento agroecológico actual no tenga una propuesta para atender ese asunto, es otra cosa. Esa tendencia muestra que puede existir disposición real a dejar los trabajos precarios o salir del desempleo para sumarse a la producción agroecológica; solo tenemos que desarrollar las condiciones materiales para que sea una alternativa viable de construcción de una vida digna.
¿Qué hacer?
Para lograr ese proceso del que estoy hablando, hay que articular ciertas iniciativas. Para empezar, tenemos que recuperar la tierra y reapropiarnos del territorio. Necesitamos desarrollar un movimiento que logre la redistribución de las tierras públicas y privadas en desuso tanto en el campo como en la ciudad. Debemos empujar la otorgación de tierras estatales en usufructos indefinidos en términos de tiempo, siempre que se cumpla un fin social, y la expropiación de terrenos privados ociosos con el mismo fin. Tenemos que articular una lucha frontal contra el Estado y la clase capitalista para lograrlo, combinando lucha callejera con campañas de masificación, y probablemente realizando ocupaciones organizadas de terrenos abandonados. Pero con la tierra no basta, necesitamos exigir también los recursos necesarios para establecer los proyectos. Una vez logremos el control de la tierra, y obtengamos los recursos necesarios, tenemos que crear fincas comunales manejadas por cooperativas de producción agroecológica. Debemos fomentar el desarrollo de comunidades agroecológicas que atiendan la necesidad de vivienda y de tierra para producir, desde donde se articulen redes de procesamiento y distribución entre las comunidades rurales y los centros urbanos a nivel nacional.
Estas producciones tienen que estar orientadas a satisfacer las necesidades sociales, no para el mercado ni el lucro personal. Deben estar enfocadas en el autoconsumo, la alimentación nacional y la soberanía alimentaria. Y tendrán que buscar articularse en un modelo económico colectivo, democrático, solidario y justo. Eso se logra con una socialización, colectivización y democratización de la producción, una centralización del procesamiento y la distribución bajo las mismas cooperativas de producción, y la vinculación directa con comunidades a las cuales se pretende alimentar (comunidades geográficas, comunidades escolares, hospitales, etc.) permitiendo así una planificación de la producción basada en necesidades reales y no en fines mercantiles. Que se produzca lo que la gente quiere y necesita comer, no lo que se dé más fácil, rápido y/o se venda a mejor precio. Por ejemplo, se hace un censo en una comunidad específica o se establece un vínculo con un comedor escolar cercano para saber qué come la gente y en qué cantidad, y de ahí se planifica la producción para satisfacer esa necesidad específica. Habría que ver hasta qué punto esto es posible sin una Reforma Agraria Popular, que, independientemente de hasta dónde podamos llegar, es algo que nos tocará articular e impulsar para tener el marco legal que permita todas las transformaciones que nos propongamos; pero eso es tema para otro escrito.
Todo esto resulta imposible sin un proceso de formación política-agroecológica. Tenemos que crear una o varias escuelas de agroecología con un enfoque anticolonial, anticapitalista y de clase. Escuelas donde se fomente el intercambio de saberes entre agricultorxs tradicionales y nuevxs productorxs, y se desarrolle una educación técnica agroecológica con perspectiva socialista, feminista y antirracista. Donde no solo se enseñe una forma diferente de producción agrícola, sino también, y sobre todo, una forma distinta de organización social y económica. De los procesos de formación que se den en dichas escuelas es que se logrará articular el movimiento de trabajadorxs por la tierra que nos proponemos.
A pesar de los obstáculos, ya podemos ver semillas de algunas de estas propuestas en diferentes proyectos alrededor del archipiélago que, aunque no cumplen a cabalidad con lo estipulado anteriormente, son un inicio desde donde se puede partir. Desde escuelas agroecológicas como el Josco Bravo en Toa Alta, la Escuelita Semillera de Huerto Semilla en la UPR Río Piedras, el Proyecto Escuela La Timonera en el oeste y los Juntes de Estudio del Proyecto Agroecológico Campesino (PAC) en Lares; iniciativas de centralización de distribución como la Red Agroecológica del Este, la Tiendita Solidaria del PAC, entre otras; y los diversos huertos urbanos alrededor del archipiélago. Estas experiencias muestran que el sujeto agroecológico del futuro no será el antiguo jíbaro aislado en su talita de subsistencia, sino lxs trabajadorxs organizadxs que siembran, educan, movilizan y construyen poder desde la tierra. Lo que tenemos es que fortalecer esas iniciativas dando el paso hacia la profundización de la conciencia de clase y la perspectiva socialista, continuar creando otras y, sobre todo, avanzar en la lucha por la tierra y los recursos desde la organización social y política para ampliar el alcance de estos y futuros proyectos. Solo así podremos lograr los objetivos de producción y transformación social que nos trazamos a nivel de todo el archipiélago.
El inicio de un futuro agroecológico
Podemos ver que la rearticulación del campesinado desde sectores de la clase trabajadora no es un capricho teórico ni una utopía irrealizable: es una necesidad histórica y una oportunidad política. Frente al colapso del modelo agroalimentario actual, frente a la crisis del capitalismo colonial, frente a la precariedad laboral, el desempleo masivo y la inseguridad alimentaria, lo que se necesita no es más dependencia, más importación, más aislamiento, más asistencialismo. Lo que se necesita es conciencia de clase, tierra, organización y lucha.
Un campesinado popular y reconstruido —surgido de la clase trabajadora empobrecida y organizada— puede ser la semilla de un nuevo modelo de país: independiente, ecológico y socialista. Esa es la tarea. Y hacia allá debemos avanzar.
¡Hasta la victoria final!
Nos vemos en la calle y en la tala.