Trumpismo y fascismo
El siguiente artículo fue escrito a partir de la ponencia presentada en el panel “El fascismo: antes, ahora y en las universidades”, el 7 de mayo de 2025 en la Facultad de Ciencias Sociales del Recinto de Río Piedras de la UPR. Esta actividad fue auspiciada por el Capítulo de Río Piedras de la Asociación Puertorriqueña de Profesores Universitarios (APPU).
Desde que hace ya casi una década, Donald Trump y el movimiento político que él representa, “MAGA”, emergieron de su victoria contra Hillary Clinton para convertirse en la figura y el fenómeno preponderante de la política estadounidense, existe un debate sobre la caracterización del “trumpismo” en los Estados Unidos: ¿es este un fenómeno que se puede describir, correctamente o no, como fascista? Ese debate, por algún tiempo hacia finales de la primera administración de Trump, parecía haber culminado en una contestación negativa, al menos en algunos círculos académicos norteamericanos y entre sectores de la izquierda estadounidense: aparentemente, Trump y el trumpismo no habrían representado un caso de fascismo, al menos no en el sentido clásico del término. Sin embargo, algunos eventos prominentes comenzaron a resquebrajar esa posible certeza, empezando por la insurrección del 6 de enero de 2021, cuando Donald Trump movilizó a sus seguidores, ocupando el Capitolio federal en un intento fallido de golpe de Estado.
Ahora, añadiendo el récord de los primeros meses de la segunda administración Trump, se vuelve a evaluar la pregunta del fascismo, incluso entre quienes previamente habían rechazado su caracterización fascista. Esta pregunta contempla un problema en torno a cómo utilizamos los conceptos con dos aspectos, ya que no es lo mismo decir “fascismo” en el análisis científico que en la estrategia política. En ese sentido, hay que preguntarse qué es lo que se espera conseguir con el acto de diagnosticar la naturaleza de un régimen como el de Trump, de un movimiento como MAGA. ¿ Qué es exactamente lo que queremos conseguir a la hora de decir que, o decidir si, Donald Trump es un fascista?
Esta polémica gira en torno a la efectividad del diagnóstico político que se hace de la realidad. Lo que añoramos puede ser certeza porque imaginamos que, si decimos que es fascista y sabemos que lo es, sabremos por lo tanto lo que hay que hacer. Pero ¿realmente sabríamos lo que hay que hacer? O, puesto de otra forma, ¿estaríamos dispuestos a tomar las acciones congruentes con ese diagnóstico? Ahí entonces se desplaza el debate hacia la cuestión de definir una estrategia. Una de las razones por las cuales la izquierda estadounidense ha estado reacia a aceptar la designación de fascismo es que los sectores que rápidamente, luego de la primera elección de Trump, empezaron a decirle fascista vinieron del centro liberal del Partido Demócrata. Desde el punto de vista de esa izquierda, esos liberales moderados buscaban utilizar la denominación de fascista para obviar su propia contribución a la crisis política y económica que existe en los Estados Unidos hoy en día: si el monstruo es descomunal, no hay que mirar las diferencias y asignar responsabilidades. Cabe recordar que el Partido Demócrata también participó de la implementación del neoliberalismo en los Estados Unidos. Ese proyecto, que provocó una catástrofe social que proporciona una de las bases materiales del trumpismo, no fue un proyecto exclusivamente republicano, sino un proyecto conjunto de la clase dominante norteamericana, en el sentido político y social.
En última instancia, la incertidumbre que encontramos frente a Donald Trump no es algo que se vaya a solucionar por una contestación a una pregunta conceptual. El concepto del que hablamos, fascismo, tiene unos referentes históricos y políticos específicos y, en tanto palabra en el vocabulario de la acción política, sobre todo en la izquierda, tiene como objetivo llamar a la movilización. En ese sentido, el fascismo como concepto tiene diversas vidas: con razón es uno de los insultos más utilizados en la política. No solo la izquierda acusa a la derecha de fascista: incongruentemente, Trump y los conservadores mismos acusan comúnmente a los demócratas, y hasta a la izquierda, de fascistas. Pero el fascismo es un concepto, además, que se refiere a un periodo histórico específico, a un conjunto de regímenes y movimientos políticos bautizados con ese nombre.
Esto amerita una diferenciación: hay muchos casos de movimientos fascistas en diversos países del mundo. Piénsese en integralismo brasileño, la Cruz Flechada húngara, el falangismo español o la Unión Británica de Fascistas liderada por Moseley. Sin embargo, pocos de estos movimientos han llegado al poder. Por lo tanto, hay pocos casos de estados fascistas propiamente dichos. Hablar de “estados fascistas” nos refiere específicamente a dos casos que pueden plenamente caracterizarse así desde su violento nacimiento hasta su exponencialmente más violenta muerte: la Italia de Mussolini y el Partido Nacional Fascista y la Alemania de Hitler y el Partido Nacional Socialista. Existieron algunos otros casos relacionados, ya que en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes e italianos establecieron gobiernos títeres en diversos países del centro y el este de Europa (y, eventualmente, en Italia misma con la República de Saló luego de la primera caída de Mussolini). Pero estos no fueron más que apéndices fascistas de un imperio fascista.
Ahora, aunque estos no se valieron por sus propios esfuerzos para llegar al poder, esto no quiere decir que existiesen sin apoyo local alguno: en muchos lugares los fascistas encontraron adeptos, seguidores y colaboradores, ya fuese por ideología o conformismo. Es bien conocido que, durante la larga crisis que desemboca en la Segunda Guerra Mundial, en España surge el régimen de Francisco Franco, un régimen fascista que no por haber luego abandonado la verborrea nazi-fascista deja de ser una dictadura que surge de la misma coyuntura histórica que da pie al fascismo como un hermano monstruoso más de la familia de la ultraderecha alineada con el Eje. (Aquí también se podría mencionar el régimen colaboracionista del Mariscal Petain, la Francia Vichy: es un error ver a la Resistencia francesa como la única fuerza política con apoyo popular bajo la ocupación). También lo demuestra el caso de la Ustacha en Yugoslavia, ultranacionalistas croatas que no solo colaboraron de forma entusiasta con el exterminio Nazi de judíos y romaníes, sino que se destacaron por añadirle su propia violencia e iniciativa genocida contra enemigos étnicos y políticos locales.
Como dije arriba, si nos enfrentamos a la pregunta de qué es el fascismo es porque quisiéramos tener claridad sobre lo que pasa. Eso requiere también evaluar las derrotas que allanaron el camino al fascismo triunfante. En los dos estados fascistas está muy claro que ni comunistas, ni socialistas, ni liberales lograron detener el fascismo por medios políticos antes de que este se hiciera con el poder y los eliminara sistemáticamente. No hay que olvidar que lo que detuvo el fascismo histórico fue la guerra, y fue una guerra ruinosa y total que destruyó gran parte de Europa. En ellamurieron decenas de millones de personas: el grueso en el este de Europa, donde los alemanes no solo mataron soldados en batalla o civiles en bombardeos, sino que también asesinaron a sus enemigos políticos, principalmente comunistas, persiguieron a la población eslava y desataron con mayor ferocidad su campaña de exterminio contra los pueblos judío y romaní.
Acabar con el fascismo clásico requirió lanzarlo a la fuerza por un abismo horroroso. El costo fue de millones de vidas, principalmente del pueblo soviético. Por lo tanto, establecer que estamos ante el fascismo una vez más evidentemente no debería ser fuente de tranquilidad para nadie. Si ante eso estamos una vez más, estamos hablando de una crisis profunda, de la posibilidad de la guerra a una escala que preferimos mejor olvidar.
También nos hallamos ante la posibilidad de un nuevo empuje de expansión imperial por parte de los Estados Unidos, algo que Trump recalca que está entre sus planes. ¿Son solo chistes cuando el presidente habla de anexar Canadá o invadir Groenlandia? En tiempos recientes se le preguntó directamente si utilizaría fuerza militar para conquistar Canadá, a lo que respondió que probablemente no, pero que en el caso de Groenlandia no está fuera de la cuestión. Ahí lo que está en juego en el debate sobre llamar a Trump fascista: ¿se trata de una analogía que usamos para enfatizar lo malo que es o de una descripción congruente con el significado histórico del fascismo?
En ese sentido, como se evidencia en el volumen Did It Happen Here?: Perspectives on Fascism and America (editado por Daniel Steinmetz-Jenkins), algunos académicos norteamericanos han hablado del debate sobre si Trump es fascista o no como una especie de prueba de Rorschach: cada cual ve lo que quiere ver. Sin embargo, uno de los puntos más interesantes de entre quienes se oponían o se oponen a la idea de que Trump sea un fascista tiene que ver con la historia norteamericana propia. Se trata de la idea de que no hace falta recurrir a una analogía histórica con el fascismo porque los Estados Unidos tienen su propio historial y tradición reaccionaria interna. Desde esta se podría proveer entonces suficientes claves explicativas como para entender lo que está pasando con Trump y el movimiento MAGA sin tener que recurrir a la historia de Italia o de Alemania. De hecho, a eso se ha referido lo que se conoce como la tradición radical negra en los Estados Unidos: en el pensamiento afroamericano de izquierda, tanto nacionalista como marxista, históricamente se ha hecho una equivalencia entre el fascismo y fenómenos como el Ku Klux Klan o el sistema de segregación “Jim Crow”.
Uno de los principales estudiosos norteamericanos del fascismo, Robert Paxton, ha dicho que en la historia de los Estados Unidos el primer fenómeno que puede verse como filiado, o relacionado al fascismo, es la fundación del Ku Klux Klan original en el periodo posterior a la Guerra Civil americana. Hay ciertas contradicciones que no han sido resueltas en la sociedad estadounidense que provienen precisamente del fin de su Guerra Civil. Al culminar esa guerra con el triunfo de la Unión frente a los traidores de la Confederación, se da un proceso conocido como la Reconstrucción. Ese fue el intento, entre 1865 y 1877, de transformar la sociedad sureña que había existido hasta entonces como la parte esclavista del país, cuya estructura básica social se basaba en el racismo, enfrentada a la parte industrial norteña, donde el trabajo asalariado dominaba, (y donde también existía racismo, pero no se permitía ya ser dueño de seres humanos).
El objetivo de ese proceso fue tratar de romper las bases económicas y políticas del régimen autoritario de los esclavistas. Pero el intento de Reconstrucción de la sociedad norteamericana fracasó: hubo un pacto entre las élites norteñas y sureñas para detenerlo. En vez de una sociedad integrada y democratizada, se permitió la instauración de un sistema de segregación racial en el sur de los Estados Unidos. Eso requirió echar atrás todos los avances de la Reconstrucción, incluyendo el reconocimiento de derechos políticos a la población negra del sur, que llegó a elegir tanto representantes como senadores durante ese periodo relativamente corto de reformas. Así, se puede ver a Trump como el más reciente continuador de esa tradición reaccionaria interna, que incluye el segregacionismo sureño y otras corrientes.
Ahora estamos ante una reactivación de esa tradición reaccionaria. Hay indicios de que estamos viendo una especie de revolución cultural-política en los Estados Unidos, donde los entendidos y las normas del discurso político que prevenían, por ejemplo, el racismo abierto y otras representaciones de odio, ya sea contra los inmigrantes, contra las comunidades trans, por ejemplo, está rompiéndose. Es un proceso que lleva cuajándose algo más de una década. Hoy, el tabú que pudo haber existido en algún momento, desarrollado por los liberales americanos, en contra de estas políticas abiertamente discriminatorias está desapareciendo. Con Trump regresa una cierta ferocidad ultranacionalista que bien podría traducirse externamente en imperialismo, pero que ciertamente está siendo evidenciada de manera interna como una serie de campañas cuyo único objetivo es mover a la sociedad estadounidense aceleradamente hacia la derecha y conservar las jerarquías sociales tradicionales.
Con Donald Trump hay una reivindicación que va más allá de su persona. Su movimiento representa un proceso orgánico dentro de la sociedad estadounidense. Es decir, no existe solamente un trumpismo desde arriba, sino que hay además un trumpismo desde abajo (este es, dicho sea de paso, uno de los puntos que llevó a Paxton a empezar a considerar a Trump como un fascista), y eso le da una cierta base social. No será la mayoría de los votantes en todas las elecciones; no es la mayoría de la población, puede que incluso no sea la mayoría de los blancos quienes estén activamente interesados en este proyecto reaccionario y racista. Pero es suficiente gente, con suficiente apoyo de la élite económica, como para dar cohesión a un movimiento que tiene la capacidad de hacer lo que está haciendo ahora mismo: llegar a las instituciones políticas y transformarlas a partir de unos lineamientos ideológicos claros de derecha radical.
Históricamente, el proceso de desarrollo de un estado fascista incluyó un esfuerzo de sincronización, o “Gleichschaltung” como se le conoció en Alemania. Se trata de un proceso de alinear las instituciones —fueran políticas, civiles o económicas— con la ideología y los objetivos políticos del propio estado fascista, y eso tiene cierto parecido a lo que está ocurriendo ahora mismo en los Estados Unidos. Si tomamos el caso de las universidades, por ejemplo, hay un intento claro de reorientar la política educativa estadounidense bajo estos preceptos que son culturalmente e ideológicamente distintivos de la derecha. El ejemplo más reciente es la lucha de la administración Trump contra universidades como Harvard, o el intento de prohibir los visados a estudiantes internacionales, sobre todo de China. Eso sin entrar en la radicalización del sistema anti-inmigrantes, que implica no solo el uso represivo de elementos policiacos y militares, sino también una reinterpretación legal para racionalizar jurídicamente los objetivos excluyentes y xenófobos como la deportación en masa y la negación de la ciudadanía por nacimiento.
Ciertamente, se trata de amenazas un poco amorfas. Bien podría parecer que los ataques de Trump a las universidades son un poco erráticos, pero el historiador Enzo Traverso (para quien Trump es un “post-fascista”) ha planteado que una de las razones por las cuales los movimientos de la derecha extrema hoy en día son erráticos, en su aparente combinación de elementos dispares de diversas tradiciones, es porque vivimos en un tiempo relativamente caótico en sí. Su argumento es que las ideologías políticas de hoy reflejan esa ambigüedad porque la realidad es ambigua.
Si no hay coherencia en la situación, es difícil esperar coherencia en la derecha… pero también en la izquierda. Y esto, la debilidad de la izquierda como alternativa real, es uno de los elementos que diferencia el trumpismo del fascismo histórico: la coyuntura histórica del surgimiento del fascismo sigue, no precede ni provoca, la derrota de una serie de revoluciones sociales en países europeos, como ocurrió tanto en Italia como en Alemania.
El fascismo no surge en una crisis revolucionaria, sino del fracaso de las revoluciones. Su aparición no anuncia una era revolucionaria, sino su cierre. En esas sociedades, la potencial revolución proletaria ya había sido intentada y derrotada, aunque eso no quiera decir que el miedo a la revolución hubiese desaparecido. Pero aunque la clase obrera estaba en vías de quedar subyugada, al menos en sus aspiraciones más transformadoras e inmediatas, todavía quedaba una crisis económica y política por solventar. Y la solución del fascismo a esa crisis fue la expansión imperial. Ese fue el objetivo del fascismo italiano, mirando a sus vecinos al este del Adriático o en su ataque contra Etiopía. Fue el objetivo del fascismo alemán, el famoso “Lebensraum” de Hitler. El fascismo buscó solucionar una crisis interna a través de la expansión exterior. ¿Podemos esperar que el trumpismo, con las diferencias que guarda con el fascismo histórico, opte por la misma solución?
Para concluir, uno de los errores de la estrategia política frente al trumpismo es la idea de que se trata simplemente de exageraciones retóricas de un payaso que no tendrán consecuencias reales. La esperanza es que el movimiento trumpista se quemará o desgastará por sí misma. Que, como le gusta decir al liderato congresional demócrata, “la fiebre pasará”. Se trata de una procrastinación suicida ante la amenaza evidente de un estado autoritario en lo doméstico y guerrerista en lo internacional.
Pero esa parece haber sido la respuesta de la oposición oficial a la primera administración de Trump: esperar a que pase lo peor y confiar en la capacidad de una administración demócrata para revertir los estragos. Esa esperanza fracasó rotundamente en la senilidad de Joe Biden. Pero ahora, en la segunda administración de Trump, está claro que esto no es un petardo que va a explotar y desaparecer de inmediato . Hay un proyecto concreto que no solamente se presenta en Donald Trump, sino que representa fuerzas importantes dentro de la sociedad estadounidense, sean los billonarios que lo apoyan o los organismos de la derecha, como aquellos que desarrollaron el programa político que se conoció durante la campaña como el Proyecto 2025 y hoy se aplica sin miramientos.
En este sentido, entonces, nos planteamos que si bien esa derecha está reorganizando el Estado y reorganizando la sociedad estadounidense, no hay una izquierda, no hay un movimiento contrario que le esté haciendo mella como oposición. Pero, aunque no se vea forzado en estos momentos a instaurar una dictadura militar eso no quiere decir que la represión política no esté incrementando en los Estados Unidos, todo lo contrario. Ahí está el intento de controlar ideológicamente a las instituciones educativas, los arrestos y deportaciones de miles de inmigrantes, el uso de las infames cárceles salvadoreñas y la intensificación de la persecución del movimiento contra el genocidio en Palestina.
La pregunta determinante es si el trumpismo va a ser un fenómeno que culmine en el abandono abierto del orden constitucional liberal-democrático y, por tanto, en la instauración de un orden abiertamente dictatorial en los Estados Unidos, o si habrá una recomposición de ese orden constitucional que, aunque mantenga intactas en nombre la forma de las instituciones republicanas, se halla, en su contenido y en realidad, alterado irreversiblemente hacia un sistema autoritario y antiliberal.
Sería un proceso posiblemente prolongado y que, por momentos, difícil de identificar. En Italia, el estado fascista no se instauró inmediatamente: por los primeros años del régimen de Mussolini, había oposición abierta. Eventualmente fueron encarcelados y asesinados. (En Alemania, el proceso de eliminar enemigos fue aún más rápido que en Italia). Es una triste lección histórica: un sistema político puede transformarse en un sistema autoritario sin que haya un rompimiento obvio y anunciado en su ordenamiento constitucional.
Esa es la dificultad del momento actual que vivimos, porque es posible que ese punto de no retorno solamente se pueda identificar retrospectivamente, una vez ya haya ocurrido. Si ese punto ya se cruzó, o si va a ocurrir pronto, entonces sí tenemos un problema serio. ¿Qué se hace cuando se sabe que la amenaza es inminente, pero no se puede precisar el momento del golpe inicial? Una cosa está clara: la colaboración tendrá como única consecuencia acelerar y profundizar el ataque.
Nos encontramos ante la necesidad de rechazar la idea de que debemos ajustarnos a esta nueva realidad incómoda. Se impone la necesidad de oponernos frontalmente al gobierno de Donald Trump. Las circunstancias que obligarían a tomar acciones cada vez más directas para desobedecer y enfrentar el trumpismo son, desafortunadamente, fáciles de imaginar en el contexto actual.
Que el trumpismo sea un fenómeno distinto al fascismo en un sentido histórico estricto no le quita que tenga continuidades claras con esa tradición infame, suficientes para filiarlo a ella con justicia y precisión. Más allá, lo que tiene de novedad el trumpismo no debe servirnos de consuelo: ¿qué tranquilidad da la certeza de saber que alguien, no muy lejos, inventa nuevas formas de terror?