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Organizando a los desempleados del Bronx en 1930

Por Rose Chernin



Nota editorial de momento crítico:

La tercera entrega de la serie conmemorativa del 8 de marzo - Día Internacional de las Mujeres, es un relato de 1949 de la socialista ruso-estadounidense Rose Chernin (1901-1995), en el que rememora el periodo en el que participó organizando los Consejos de Desempleados y las luchas en el Bronx, Nueva York, en el contexto de la crisis de la Gran Depresión de la década de 1930. Rose Chernin fue integrante del Partido Comunista de los Estados Unidos. Fue perseguida, acusada de conspiración contra el gobierno y encarcelada, junto con otras integrantes del Partido, por su activismo político y como resultado de las políticas de represión política de la Ley Smith de 1940. En su defensa, ella y otras militantes perseguidas apelaron. Con su caso Yates v. United States (1957), lograron que el Tribunal Supremo declarara inconstitucionales sus condenas, limitara la aplicación de la Ley Smith y se reconociera su derecho a la libertad de expresión y reunión. Su escrito nos recuerda el poder y los logros de la organización y las acciones colectivas, y la participación determinante de las mujeres en las luchas sociales.


***


Las cosas que ahora damos por sentadas, que forman parte del modo de vida estadounidense, eran ideas revolucionarias cuando empezamos a exigirlas en los años treinta. Queríamos un seguro de desempleo; queríamos ayuda para los hogares, comidas calientes para la niñez en las escuelas y viviendas para los indigentes que vivían en los vertederos de las ciudades.


En aquella época, ¿quién había oído hablar de la jornada de ocho horas? Si un hombre se lesionaba en el trabajo, ¿crees que el empresario le pagaría un centavo? ¿Por qué iba a importarle? Siempre había otro pobre que ocupaba su lugar. Incluso la idea de un sindicato era en esa época un concepto nuevo en el mundo. Nadie esperaba salarios decentes. Los demás, con el privilegio, habían nacido arriba. Pero nosotras estábamos en lo más bajo. Para nosotras, la idea de que teníamos derecho a la huelga era algo difícil incluso de imaginar.


¿Qué se podía hacer entonces? ¿Cómo podría una persona, una mujer de ni siquiera cinco pies de alto, cambiar el mundo?


Te lo diré. Es una buena historia, porque en aquellos días empezamos a organizarnos. Formamos Consejos de Desempleados. Eran organizaciones populares espontáneas y quiero que las conozcas porque yo ayudé a organizarlas desde los primeros días. En esta actividad ya participaba antes de ingresar en el Partido Comunista.


Abríamos una oficina en medio de un barrio. Entrábamos por la mañana, hacíamos café, la gente traía donas y hablábamos. De repente entraba otra persona y le decíamos: "Hola, ¿quién eres?".


"Me acaban de despedir".


Y deberías haber oído el grito: "¡Hurra! Otro despedido. Maravilloso".


Nos miraba como si estuviéramos locas. ¿Por qué íbamos a celebrar su despido? Para él significaba no tener sueldo, ni alquiler, ni dónde dormir, ni qué comer. Entonces, ¿por qué nos alegrábamos? Dijimos: "Nos alegramos de que estés aquí. Tendremos una persona más para repartir folletos".


Así fue como transformamos lo terrible que le estaba ocurriendo a este hombre, y a todas nosotras, en una acción productiva. Pasamos a controlar nuestras vidas. Dejamos de ser víctimas.


Es muy sencillo. Solía preguntarme por qué otras personas no lo veían también. No se puede fracasar. Básicamente, el fracaso es imposible; ya, solo con estar juntos, has cambiado la tragedia personal, esta desesperación, esta desesperanza, en un esfuerzo colectivo.


Nuestra principal tarea era intentar que un congresista presentara un proyecto de ley sobre el seguro de desempleo. Circulamos una petición, casa por casa, en los vecindarios del Bronx.


Un encuentro típico era así: Yo y otra persona entrábamos en el edificio y llamábamos a la primera puerta que encontrábamos. Alguien, normalmente un hombre, abría la puerta. Al principio solo un resquicio. Luego, cuando veía que no éramos el casero, la abría más. Le decía: "Estamos circulando una petición para que un congresista presente un proyecto de ley en el Congreso. Queremos un seguro de desempleo y creemos que podemos conseguir que el gobierno nos lo dé. ¿Hay alguna persona desempleada en esta familia?".

 

"¿Estás bromeando? Todo el mundo está desempleado en esta familia". O decían: "La mayoría estamos desempleados, uno está trabajando, pero espera que le despidan a finales de semana".


Les decíamos: "Nosotros también somos trabajadores desempleados y queremos que el Congreso apruebe un proyecto de ley que nos dé trabajo o salario". Entonces decían, sin creérselo: "¿Están pidiendo al gobierno que nos dé dinero sin trabajar?". La gente no podía creer que estuviéramos pidiendo esto.


Y nosotros respondíamos: "Sí, le pedimos al gobierno que nos dé trabajo. Si no pueden darnos trabajo, tienen que mantenernos". "Pero lo que están pidiendo es socialismo". "Pedimos trabajo o dinero".


Nos organizamos en torno a nuestras necesidades básicas. Podíamos hablar muy fácilmente con la gente porque también éramos trabajadores. Siempre me pareció extraño que la gente no se uniera a nosotros. Solía pensar en ello porque para mí la organización me parecía esencial. Quizá te preguntes por qué me hice comunista. Pero yo solía preguntarme por qué no lo hacía todo el mundo. Básicamente, me parecía que los que no se unían a nosotras no tenían confianza en sí mismos ni en que pudiéramos cambiar el sistema. Son los que dicen: "Solo somos personas pobres. ¿Qué podemos hacer?". Oíamos esto cuando íbamos llamando a las puertas.


Yo, en cambio, cuando hablaba con la gente, podía convencerles de que lucharan contra sus condiciones. Creía en esa lucha. Eso es todo lo que se necesita para ser organizadora. Creer en nuestro poder.


Pongamos un ejemplo: Creíamos que lo único que el sistema temía más era a las mujeres enfadadas. Queríamos leche para los niños. Así que reuníamos a veinte o treinta mujeres. Salíamos temprano por la mañana. Entrábamos en el ayuntamiento. Pedíamos hablar con un concejal. Cada una de nosotras iba con un niño en el coche. Nina tenía tres o cuatro años; siempre venía conmigo.


¿Quién podría olvidar una imagen así? Había una mujer con un suéter rojo remangado. Otra con un pañuelo en la cabeza. Los rostros tenían miradas de determinación. Y los niños, este con un gorro azul tejido por la abuela. Nina tenía una carita abierta con la mirada alegre. Íbamos avanzando pisando juntas, todas las mujeres primero con el pie izquierdo, luego todas con el derecho. Cantábamos, coreábamos: "Queremos leche. Leche para los niños".


Íbamos por las calles anunciando los consejos vecinales. Pedíamos a la gente que viniera y les decíamos que trajeran lo que les sobrara. Siempre había algo de comer en los Consejos. La gente se dejaba caer por allí, les poníamos a trabajar en un panfleto, les hacíamos participar en una conversación. Saliendo de la calle en aquellos días, de aquella desesperación, puedes imaginarte el impacto que el Consejo tuvo sobre ellos.


Las mujeres se organizaron para controlar los precios de los alimentos en todo momento. Si un artículo se encarecía demasiado en una tienda concreta, nos poníamos inmediatamente en huelga. De nuevo, veníamos con los niños en el carruaje. Hicimos piquetes con el cartel: NO PATROCINES ESTA TIENDA. COBRAN DEMASIADO POR EL PAN.


Estas huelgas tuvieron mucho éxito. Nadie cruzaba nuestros piquetes.


Lo mismo ocurría en Brooklyn, en Manhattan, en Harlem. En Harlem el hambre era legión y los comedores de beneficencia no podían abastecer a la gente con suficiente comida. Trasladábamos lo que podíamos del Concejo a Harlem.


En esta lucha de la gente contra sus condiciones, ahí es donde encuentras el sentido de la vida. En las peores situaciones, estás junto a la gente. Si había cinco manzanas, las cortábamos de diez en diez y todo el mundo comía. Si alguien tenía 25 centavos, iba a la esquina, compraba pan y lo traía al Consejo.


La vida cambia cuando te juntas de esta manera, cuando estás unido. Pierdes el miedo a estar solo. No puedes resolver estos problemas cuando estás solo. Se vuelven abrumadores. Cuando estás frente a frente con un empresario, él tiene todo el poder y tú ninguno. Pero juntos, sentíamos nuestra fuerza y podíamos reírnos. Alguien que sabía cantar se ponía a cantar. Otros sabían bailar. Allí estábamos, desempleados, pero bailando.


En aquellos años yo era feliz. ¿Feliz, dices? ¿Con el desempleo, los desahucios, los altos precios de los alimentos? Pero así era. ¿Y por qué? En aquellos años me convertí en lo que he sido toda mi vida desde entonces. Y de ahí quizá viene la felicidad, ¿qué más?

Si eres organizadora y ves que la gente se une con éxito te sientes realizado. Tuvimos mucho éxito en nuestras actividades. Manteníamos los precios bajos, presionábamos a los congresistas, concienciábamos a la gente de su identidad como trabajadores y estábamos ganando las huelgas de alquileres….


Por aquel entonces, los Consejos de Desempleados eran muy conocidos: nuestros trabajadores estaban en todas partes, dirigiendo manifestaciones, haciendo circular peticiones, hablando en las esquinas. Así que entrábamos en un edificio, nos presentábamos y pedíamos a la gente que se organizara. Decíamos: "Mientras estemos en huelga seguro que no pagamos alquiler. Digamos que estamos en huelga tres meses. Ese alquiler nunca se pagará".


La gente escuchó, la idea les atraía. Prometimos que lucharíamos contra los desahucios y ayudaríamos a cuidar de la gente que echaran. En aquella época ibas por la calle y veías a familias enteras con sus hijos sentados en la acera rodeados de muebles.


Cuando un edificio entero se organizaba y estaba dispuesto a participar en una huelga, formábamos comités de negociación para los inquilinos, poníamos grandes carteles en todas las ventanas que daban a la calle y formábamos piquetes. Los carteles decían: HUELGA DE ALQUILERES. NO ALQUILES APARTAMENTOS EN ESTE EDIFICIO.


El propietario, por supuesto, prefería morir antes que ceder a las demandas de los inquilinos. Así empezó la huelga. Sabíamos que algún día daría alguna orden de desalojo. Pero nunca podría desalojar a todos. Costaría demasiado.


El día del desalojo les decíamos a todos que abandonaran el edificio. Sabíamos que la policía era dura y les daría una paliza. Fueron las mujeres las que se quedaron en los apartamentos, para resistir. Salíamos a las escaleras de incendios y hablábamos por megáfonos a la multitud que se congregaba abajo.


En el Bronx podías reunir a doscientas personas con solo mirar al cielo. En cuanto llegó la policía para iniciar el desalojo, acordonamos la calle y la gente se reunió. La policía puso ametralladoras en los tejados y apuntó a la gente que estaba en la calle.


Nosotros, mientras tanto, estábamos en el balcón. Yo me dirigía a la multitud reunida en la calle de abajo: "Gente, compañeros trabajadores. Somos las esposas de hombres desempleados y la policía nos está desalojando. Hoy nos echan a nosotras. Mañana serán ustedes. Así que quédense quietos y observen. Lo que nos pasa a nosotras les pasará a ustedes. No tenemos trabajo. No podemos pagar la comida. Nuestros alquileres son demasiado altos. El comisario ha traído a la policía para llevarse nuestros muebles. ¿Van a dejar que eso ocurra?".


O a veces nos dirigíamos a los trabajadores que habían traído para llevarse los muebles: "Nos dirigimos a ustedes, hombres que han venido a tirar los muebles de los trabajadores desempleados. ¿Quiénes son ustedes? Ustedes también son desempleados que han tenido que aceptar este trabajo para poder comer. No les culpamos. Son de los nuestros. Representamos al Consejo de Desempleados y anoche hicimos una colecta entre los desempleados. Tenemos dinero suficiente para pagarles. ¿Cuánto cobran por desahuciar a un trabajador desempleado? ¿Cinco dólares? ¿Seis dólares? Tenemos el dinero para ustedes. Vengan aquí sin la policía y sin el comisario y les pagaremos. Miren al comisario parado ahí. ¿Está trabajando? Déjenle trabajar".


Y así arengábamos. Veíamos que los hombres dudaban. Continuábamos: "Las mujeres estamos aquí con los muebles que hay que desalojar. El agua está caliente en nuestras teteras. Las puertas están cerradas. No os dejamos entrar".


A menudo, los hombres contratados subían de todos modos. Nuestras puertas estaban cerradas, pero las forzaban. Estábamos detrás de esas puertas, con nuestras teteras. Ellos agarraban un mueble de un lado y nosotros del otro. Y ambos empezaban a tirar. Mientras tanto decíamos: "Aquí, aquí está el dinero. Deja el mueble".


Algunos cogían el dinero y se iban. A veces les echábamos agua caliente. A veces nos pegaban. Y entonces salíamos corriendo a la escalera de incendios, cogíamos el megáfono y gritábamos a la multitud: "Nos están pegando. Son hombres grandes y nos están pegando. Pero no vamos a dejar que muevan los muebles. No podrán con nosotros. Venceremos".


A veces, estaban tan hartos de tanta pelea y griterío que se llevaban los muebles del apartamento pero los dejaban en el rellano. Eso era una victoria. Nos quedábamos allí y esperábamos a que volvieran los maridos para volver a meter los muebles en el apartamento. Pusimos una cerradura nueva en la puerta y el casero tuvo que pedir un nuevo aviso de desahucio. Llamaría al comisario y todo volvería a empezar.


Nuestra lucha tuvo éxito. Los alquileres bajaban, las familias desahuciadas volvían a sus apartamentos, el casero dejaba de luchar contra nosotras. A veces fracasábamos y los muebles salían a la calle. Inmediatamente lo cubríamos con una lona para que no se estropeara, y luego celebrábamos una reunión sobre los muebles, utilizándolos como plataforma. Solo esperábamos a que se fuera la policía. En cuanto se iban, la gente de alrededor cogía los muebles y los metía en el edificio. Rompíamos la cerradura, volvíamos a colocar los muebles, instalábamos una cerradura nueva y el propietario tenía que repetir todo el procedimiento.


En dos años tuvimos control de alquileres en el Bronx. Así eran las cosas en aquella época.


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Publicado en español por Marxists Internet Archive


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