por Federico Engels
[Nota de la Junta Editorial de momento crítico: A continuación, publicamos dos artículos de Federico Engels, titulados "El sistema del trabajo asalariado" parte I y II.
En el contexto actual de Puerto Rico, en el que el pueblo trabajador lucha por preservar los derechos laborales más básicos y elevar el salario mínimo, que se encuentra todavía por debajo de los niveles de pobreza, los artículos de Engels tienen un interés particular. Por un lado, señalan la necesidad de la lucha por las mejoras en las condiciones laborales, que son las condiciones de vida de las grandes mayorías. Para esto, el trabajo colectivo a través de los sindicatos es fundamental. Por otro lado, advierte que estos procesos de negociación entre patronos y uniones se dan en una sociedad capitalista, por lo que son procesos que nunca dejarán de ser "injustos" para la clase obrera.
Dicho en sus propias palabras, "el más justo de los salarios corresponde inevitablemente a la más injusta distribución del producto del obrero, por cuanto la mayor parte de ese producto va al bolsillo del capitalista y el obrero debe conformarse con la parte indispensable para conservar su capacidad de trabajo y para propagar su especie". Por eso, "la verdadera redención de la clase obrera será imposible hasta tanto no sea dueña de todos los medios de trabajo".
Con el ánimo de que la lectura de estos artículos sigan impulsando la necesidad de terminar con el sistema de producción actual, los incluimos en las páginas de nuestra revista digital.]
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El sistema del trabajo asalariado
I
“Un salario justo por una jornada justa”.Tal ha sido la consigna del movimiento obrero inglés en los últimos cincuenta años. Esta consigna prestó un buen servicio en el período de ascenso de las tradeuniones, después de que en 1824 fueron abolidas las odiosas leyes de asociación; aún prestó un servicio mejor en el período del glorioso movimiento cartista, cuando los obreros ingleses iban a la cabeza de la clase obrera de Europa. Pero los tiempos cambian, y mucho de lo que era deseable y necesario hace cincuenta años, incluso hace treinta años, es ahora anticuado y estaría por completo fuera de lugar. ¿No es también esta la suerte de esa vieja y desde hace tanto tiempo apreciada consigna?
¿Un salario justo por una jornada justa? Pero ¿qué es un salario justo y qué es una jornada justa? ¿Cómo los determinan las leyes bajo la acción de las cuales vive y se desarrolla la sociedad moderna? Para responder a esta pregunta no debemos acudir a la ciencia de la moral o del derecho y la equidad, ni tampoco a móviles sentimentales de humanitarismo, de justicia o siquiera sea de caridad. Lo que para la moral o inclusive para el derecho es justo, puede hallarse muy lejos de serlo en el aspecto social. La justicia o la injusticia social vienen determinadas únicamente por una ciencia, por la ciencia que trata de los hechos materiales de la producción y el cambio, la ciencia de la Economía política.
¿Qué es, pues, lo que la Economía política denomina salario justo y jornada justa? Simplemente, la cuantía del salario y la duración e intensidad de la jornada a que se llega como resultado de la competencia entre patronos y obreros en el mercado libre. ¿Qué son, pues, si partimos de esta definición?
Salario justo, en condiciones normales, es la suma precisa para asegurar al obrero los medios de subsistencia necesarios, de conformidad con el nivel de vida dentro de su situación y la del país, para conservar su capacidad de trabajo y para propagar su especie. La cuantía real del salario, atendidas las fluctuaciones de la producción, puede oscilar por encima o por debajo de esta suma; pero, en condiciones normales, dicha suma debe ser la resultante media de todas las oscilaciones.
Jornada justa es aquella que por su duración e intensidad no priva al obrero, a pesar de haber gastado por completo en ese día su fuerza de trabajo, de la capacidad de realizar la misma cantidad de trabajo al día siguiente y en los sucesivos. La transacción, pues, es así: el obrero entrega al capitalista toda su fuerza de trabajo diaria, es decir, la cantidad que puede dar sin hacer imposible la constante repetición de la transacción. A cambio de ello recibe los objetos justamente necesarios, y no más, para la vida, lo que se necesita para que la transacción pueda renovarse un día tras otro. El obrero da tanto y el capitalista da tan poco como la naturaleza de la transacción admite. Tal es esta peculiarísima justicia.
Pero examinemos el asunto algo más a fondo. Considerando que, según los economistas, el salario y la jornada los determina la competencia, la justicia parece exigir que ambas partes sean puestas, desde el principio mismo, en igualdad de condiciones. Pero no sucede así. Si el capitalista no ha podido entenderse con el obrero, se encuentra en condiciones de esperar, viviendo de su capital. El obrero no. No tiene otros medios de vida más que su salario, y por eso se ve obligado a aceptar el trabajo en el tiempo, el lugar y las condiciones en que lo pueda conseguir. Desde el principio mismo, el obrero se encuentra en condiciones desfavorables. El hambre lo coloca en una situación terriblemente desigual. Pero, según la Economía política de la clase capitalista, esto es el colmo de la justicia.
Pero esto no es aún sino simples minucias. El empleo de la fuerza mecánica y de las máquinas en las nuevas industrias, así como la extensión y el perfeccionamiento de las máquinas en las industrias en que ya se empleaban, quitan trabajo a un número mayor y mayor de “brazos”; y esto ocurre mucho más de prisa que los “brazos” desplazados puedan ser absorbidos y encontrar empleo en las fábricas del país. Estos “brazos” desplazados forman un verdadero ejército industrial de reserva, del que se aprovecha el capital. Si los asuntos de la industria van mal, pueden morirse de hambre, pedir limosna, robar o dirigirse a la casa de trabajo; si los asuntos de la industria van bien, siempre están a mano para ampliar la producción; y mientras el último hombre, mujer o niño de este ejército de reserva no encuentre trabajo —lo que ocurre sólo en los períodos de frenética superproducción—, su competencia hará descender el salario, y su sola existencia vigorizará la fuerza del capital en su lucha contra el trabajo. En la emulación con el capital, el trabajo no se encuentra únicamente en condiciones desfavorables, sino que debe arrastrar una bala de cañón sujeta al pie. Mas eso es lo justo según la Economía política de los capitalistas.
Examinemos, sin embargo, de qué fondo paga el capital este salario tan justo. Del capital, se entiende. Pero el capital no produce valor. Quitando la tierra, el trabajo es la única fuente de riqueza; el capital no es otra cosa que producto acumulado del trabajo. Por tanto, el trabajo se paga con trabajo, y el obrero es pagado con su propio producto. Según lo que podemos denominar justicia común, el salario del obrero debe corresponder al producto de su trabajo. Pero, según la Economía política, esto no sería justo. Al contrario, el producto del trabajo del obrero se lo queda el capitalista, y el obrero no recibe de él más de lo estrictamente necesario para la vida. Así, como resultado de esta competición tan desusadamente “justa”, el producto del trabajo de quienes trabajan se va acumulando inevitablemente en las manos de quienes no trabajan, convirtiéndose en una potentísima arma para la esclavización de los mismos que lo produjeron.
¡Un salario justo por una jornada justa! Mucho podría decirse también de la jornada justa, cuya justicia es igual punto por punto a la justicia del salario. Pero habremos de dejarlo para otra ocasión. De lo dicho queda completamente claro que la vieja consigna ha cumplido su misión y que es difícil que se mantenga en nuestros días. La justicia de la Economía política, en la medida en que esta última formula acertadamente las leyes que dirigen la sociedad moderna, se halla toda a un lado: al lado del capital. Así, pues, enterremos para siempre la vieja consigna y sustituyámosla por otra:
LOS MEDIOS DE TRABAJO — MATERIAS PRIMAS, FÁBRICAS Y MÁQUINAS — DEBEN PERTENECER A LOS OBREROS MISMOS.
II
En el artículo anterior examinábamos la consigna, tenida desde hace tanto tiempo en buena estima, de “Un salario justo por una jornada justa”, llegando a la conclusión de que en las actuales condiciones sociales, el más justo de los salarios corresponde inevitablemente a la más injusta distribución del producto del obrero, por cuanto la mayor parte de ese producto va al bolsillo del capitalista y el obrero debe conformarse con la parte indispensable para conservar su capacidad de trabajo y para propagar su especie.
Esto es una ley de la Economía política o, con otras palabras, una ley de la presente organización económica de la sociedad, más fuerte que todas las leyes inglesas escritas y no escritas tomadas juntas, incluyendo el Tribunal de la Cancillería. Mientras la sociedad se encuentre dividida en dos clases opuestas, de un lado los capitalistas, que monopolizan todos los medios de producción, la tierra, las materias primas y las máquinas, y de otro lado los trabajadores, los obreros desprovistos de toda propiedad sobre los medios de producción, que no poseen nada más que su propia fuerza de trabajo, mientras exista esta organización social, la ley del salario seguirá siendo todopoderosa y remachará cada día las cadenas que convierten al obrero en esclavo de su propio producto, monopolizado por el capitalista.
Las tradeuniones del país luchan desde hace ya casi sesenta años contra esta ley, ¿con qué resultado? ¿Han conseguido emancipar a la clase obrera de la esclavitud en que la mantiene el capital, este producto de sus propias manos? ¿Han puesto, siquiera sea a una parte de la clase obrera, en condiciones de elevarse sobre la situación de esclavos asalariados, de hacerse dueños de los medios de producción, que son suyos, de las primeras materias, los instrumentos y las máquinas que se necesitan para producir, y de convertirse, por tanto, en dueños del producto de su propio trabajo? Se sabe muy bien que no solo no lo han hecho, sino que jamás trataron de hacerlo.
Estamos lejos de afirmar que las tradeuniones sean inútiles porque no lo han hecho así. Al contrario, las tradeuniones, lo mismo en Inglaterra que en cualquier otro país industrial, son un instrumento que la clase obrera necesita en su lucha contra los capitalistas. La media del salario es igual al conjunto de los artículos de primera necesidad suficientes para que los obreros de un país puedan reproducirse de acuerdo con el nivel de vida habitual en ese país. Este nivel de vida puede ser muy diferente para las distintas capas de obreros. Un gran mérito de las tradeuniones, en su lucha por mantener a cierto nivel la cuantía del salario y por reducir la jornada, es que tratan de mantener y elevar el nivel de vida. En el East-end de Londres hay muchas industrias en las que el trabajo es tan calificado y tan duro como el de los albañiles y los peones de albañil, aunque apenas ganan allí la mitad que estos últimos. ¿Por qué? Simplemente, porque la fuerte organización permite a un grupo mantener un nivel de vida relativamente alto, como norma mediante la cual se mide su salario, mientras que el otro grupo, desorganizado e impotente, se ve obligado a sufrir de sus patronos las exacciones que son inevitables y arbitrarias por añadidura; su nivel de vida baja gradualmente, se acostumbra a vivir con un salario cada vez menor, y este salario, se comprende, desciende hasta el nivel que el mismo grupo acepta como suficiente.
La ley del salario, pues, no es una ley que actúa de manera inmutable y en línea recta. Hasta cierto límite no es inexorable. En cualquier tiempo (exceptuando los períodos de gran depresión), para cada rama de la producción existe determinada amplitud de fluctuaciones, dentro de la cual la cuantía del salario puede experimentar cambios como resultado de la lucha entre las dos partes contendientes. El salario, en cada caso, se establece mediante un tira y afloja, en el que quien más y mejor resiste tiene mayores posibilidades de sacar más de lo que le corresponde. Si el obrero aislado quiere regatear con el capitalista, es cosa fácil vencerlo y se debe rendir a discreción; pero si los obreros de toda una rama de la producción forman una organización poderosa, reúnen entre todos un fondo que, en caso de necesidad, les permita resistir el combate con sus patronos, y gracias a ello pueden tratar con esos patronos de poder a poder, entonces y solo entonces podrán obtener siquiera sea la mísera limosna que, de acuerdo con el régimen económico de la sociedad moderna, se puede calificar de salario justo por una jornada justa.
La ley del salario no cesa de regir en virtud de la lucha de las tradeuniones. Al contrario, se cumple gracias a ella. Sin los medios de resistencia que dan las tradeuniones, el obrero no percibiría ni siquiera lo que le corresponde según las leyes del sistema de trabajo asalariado. Únicamente ante la amenaza de las tradeuniones se puede obligar al capitalista a pagar a su trabajador el valor completo de la fuerza de trabajo de este en el mercado. ¿Queréis pruebas? Mirad el salario que se paga a los miembros de las grandes tradeuniones y el que se abona en las infinitas industrias pequeñas de ese remanso de profunda miseria que es el East-end londinense.
Así, pues, las tradeuniones no atacan el sistema del trabajo asalariado. Pero el salario alto o bajo no es lo que determina la degradación económica de la clase obrera: esta degradación reside en el hecho de que en vez de recibir por su trabajo el producto completo de este trabajo, la clase obrera se ve obligada a conformarse con una parte de su propio producto, que lleva el nombre de salario. El capitalista se adueña de todo el producto (pagando de él al obrero) porque es el dueño de los medios de trabajo. Y por eso, la verdadera redención de la clase obrera será imposible hasta tanto no sea dueña de todos los medios de trabajo —la tierra, materias primas, máquinas, etc.— y, con ello, dueña de TODO EL PRODUCTO DE SU PROPIO TRABAJO.
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Notas:
(I) Escrito el 1-2 de mayo de 1881. Publicado, como editorial, en el número 1 del periódico The Labour Standard (Londres), 21 de mayo de 1881. Engels, El sistema de trabajo asalariado. Artículos de The Labour Standard, Editorial Progreso, Moscú, 1976, páginas 5 a 8.
(II) Escrito el 15-16 de mayo de 1881. Publicado, como editorial, en el número 3 del periódico The Labour Standard (Londres), 21 de mayo de 1881. Engels, El sistema de trabajo asalariado. Artículos de The Labour Standard, Editorial Progreso, Moscú, 1975, páginas 9 a 11.
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